jueves, 17 de junio de 2010

Por debajo de la mesa... acaricias tu desgracia.

México le ganó a Francia. Dos a cero. Bien por la Selección. En verdad es grato saber esto, pues también hay que reconocer el esfuerzo del equipo mexicano de futbol, que lleva bueno, algunos años sumido en crisis moral (y de condición, técnica, estrategia...).

El asunto es otro. ¿Qué hay detrás de este triunfo deportivo? ¿Cuánto se pone en juego con una victoria, derrota, empate? ¿Que implicaciones morales, políticas, sociales y económicas tiene el desempeño de la máxima figura (no la única ni mucho menos) deportiva del país? El tema da para tesis, supongo, pero no es la intención (que fastidio sería) ahondar más de lo necesario para los fines de este breve comentario.

En un país cuya situación económica, política y social al borde de la ebullición, con un pueblo moralmente golpeado, apaleado, con un clima infernal de inseguridad, descontento y latente furia, ésto, esta victoria lo significa todo. Y nada también. Es más sencillo de lo que parece: por fin hay algo que une, que llena, que hincha de orgullo, pasión y demás adjetivos que siempre se utilizan en estos casos. Hay una victoria, cosa que para el mexicano contemporáneo le sabe y le sabe bien. ¿Hacía cuanto no sucedía que se le daba una lección a una autoridad en algo? Bueno, esta es la ocasión después de muchos años. Y esta situación une, rompe barreras sociales, económicas, de ideología... Por que el orgullo, el nacionalismo y la pasión no tienen clase ni capital, y la ideología es la misma: logramos ALGO. Hasta aquí la parte optimista del asunto. (bien se puede redundar hasta el cansancio, pero sería entrar en una nube de ceguera ante la realidad).

¿Cuál realidad? Dejemos que pase este mes de orgía narcótica embrutecedora y lo sabremos. No es para nada noticia, que el circo lo utilice la clase política para esconder sus perversos planes, sus maquiavélicas maquinaciones y su impune e inescrupulosa forma de actuar. Mientras los mexicanos felices nos atragantamos con manjares ilusorios de grandeza, por debajo de la mesa (diría el maestro Manzanero) nos preparan nuestros queridos gobernantes un suculento manjar de desgracia. ¿Dramático? Tal vez, pero acorde a la dramática situación del país. Y que quede bien claro que no pretendo hacer un análisis sociopolítitco ni económico de las implicaciones de este evento deportivo que a muchos (y sí, me incluyo) nos parece un mes paradisíaco, catártico a veces. Sólo quiero hacer mención de la importancia de mantener los pies en la cancha y el ojo en el balón, si me permiten la metáfora.

Guarderías sin justicia, mujeres asesinadas a diestra y muy siniestra, Juárez gritando auxilio, guerra de las fuerzas armadas contra su propio pueblo, robos azules, los amarillos privatizando la capital entera (y eran los que no lo iban a hacer), rojiverdes esperando la oportunidad de hacer lo mismo que los otros y por otros setenta años, prensa cobarde y vendida, mafia hasta por debajo de tu camisa, y, para coronar la situación... siempre (desgraciadamente) habrá un padre Maciel... aunque llore el Papa, por los siglos de los siglos, amén.

Vamos a seguir gritándole al televisor "gol" desaforadamente, mientras nos dure el gusto, en vez de gritarle a la sociedad que despierte... en lo que llega el susto.

Pobre México, tan cerca del futbol, y tan lejos de su realidad.

jueves, 15 de noviembre de 2007

La nota roja


"Se arrodilló ante ella

Y la miró fijamente.

Sus ojos ya eran vidriosos, opacos

pero seguían reflejando vida"

=OoNaii.=





¿Y si la cara que ponían los actores de cine al morir fuera absolutamente fingida? Yo nunca había visto morir a nadie, y no es que fuera morboso, pero ya tenía rato queriendo saber cómo era una persona muriendo. La verdad es que nunca me habían convencido las escenas de muertes ni de películas, ni novelas, ni teatro, y ni siquiera como las narraban en las radionovelas. Siempre me quedaba con una impresión de falsedad absoluta, de algo totalmente sintético. Y recuerdo que pensaba: "ni ellos han de saber como es una persona muriendo". Posiblemente era cierto.

Al principio, era solamente una idea, vaga, que aparecía cada vez que miraba un programa o iba al cine, para desaparecer pocos momentos después. Y difícilmente volvía a mi cabeza el deseo de ver la muerte. Recuerdo que una vez le grité como desaforado al conductor del microbús "¡pare, por favor pare aquí, tengo que bajar ahora!" un día que vi un accidente brutal en la calle, pero el conductor aceleró más su camión y hasta cerró las puertas, como adivinando mis intenciones enfermizas. Ante la mirada desconcertada y horrorizada de los demás pasajeros, sólo volví a sentarme y volví a colocarme mis audífonos, como si nada hubiese ocurrido. Creo que fue desde ese día que comenzó todo.

A partir de ahí, me despertaba un tanto ansioso de buscar en el periódico la nota roja, y mientras más sangrientas se veían las fotos, más me cautivaban, y buscaba como poseído, el rostro del desgraciado, y examinaba minuciosamente su gesto, cada arruga, cada facción, para terminar invariablemente decepcionado, desencantado, aburrido, vacío. Se me fue haciendo una adicción (o una peculiar costumbre, decía yo). A eso le siguió un gusto por buscar en Internet "imágenes de muertes reales" donde aparecía cualquier tipo de cosas, menos la realidad. Exageradas, indudablemente actuadas. Nada me satisfacía.

Lo que más se acercó a la posibilidad de presenciar la muerte, fueron mis rondas nocturnas en las salas de urgencias, donde fingiendo ser un hombre desesperado que buscaba a un familiar, logré ser testigo de algunas muertes. Unas violentas, otras bellamente pacíficas, pero todas contaminadas por el reflejo de un cristal que me impedía entrar a la sala de Tanatos, y la infranqueable distancia entre el paciente y yo, opacada la vista por unos muros indestructibles llamados médicos. Mis rondas terminaron el día que por la fuerza, me sacaron dos policías más bravucones que imponentes, por que la gente del hospital pensaba que era un enfermo mental o un delincuente.

Ya no tenía mi droga, la más efectiva hasta el momento, la sala de urgencias. Y me invadía una desesperación espantosa. Pero poco a poco fue desapareciendo esa ansiedad de buscar a la muerte, con un poco de activad nocturna y pastillas para dormir. Lo curioso del asunto, es que tenía unas pesadillas horrorosas: asesinatos que siempre culminaban en charcos de sangre, confusos como películas que se les han cortado muchas escenas, desordenadas y algunas veces mezcladas unas con otras. Y de nuevo, al día siguiente, a buscar la nota roja. Pero la nota roja no era para nada la solución… cada día me encontraba en sus artículos, repeticiones de otras escenas, como si nunca ofrecieran algo realmente diferente nuevo, fresco. A veces me daba la impresión de adivinar antes de abrir el periódico, lo que iba a encontrar en sus artículos.

Y todo se volvía cíclico, repetitivo: mis “pesadillas” (por que en realidad, eran hasta cierto punto agradables, pues era lo único que más o menos se acercaba a lo que quería) eran las mismas, noche a noche, pero cambiaban un poco, a veces la víctima era una señora, otras veces un niño o un joven y hubo una o dos donde fue un perro. Pero el asesinato era el mismo… la misma forma, el mismo modus, el mismo ritual. Y también la nota roja. Se había vuelto aburrida, tediosa: los mismos accidentes, balazos, cuchillos y asesinatos. Todos casi iguales, a veces era una señora, un muchacho joven o un niño. Incluso perros atropellados.

El último sueño que recuerdo, fue particularmente fresco, real. El asesino tomó un cable, y acercándose sigilosamente al respaldo de la mecedora, rodeó con el cable el cuello de la joven que dormitaba. Suave, al principio, fue poco a poco aplicando más y más fuerza, hasta que sofocada, despertó. Antes de que pudiera emitir el menor sonido, él presiono más, la dejó sin poder gritar. Mientras que, con una mano jalaba el cable y le cortaba la respiración (lo suficiente para debilitarla sin matarla todavía) con la otra, sacó el largo cuchillo de su bota, y rodeando la mecedora se puso frente a ella. Lenta, pero decididamente, comenzó a trazar una línea carmesí a lo largo de su garganta, que se abrió como un suave y jugoso mango, derramando todo su néctar en sus manos, y mientras le miraba fijamente a los ojos, notó una expresión en su mirada, mezcla de terror, furia y resignación, que lo hicieron sentir el hombre más sereno, tranquilo, feliz. Se sentía realmente poseedor de un secreto terrible, pero hermoso: la muerte.

Ahora, ya no se que hacer con mi sueño… pero tampoco se que hacer con el cuchillo y las mangas de mi camisa teñidas.


DesEO-AniMaL